En este huracán de narrativas que poco tienen que ver con las personas del común, vivimos en una dimensión desconocida: aunque hay más acceso al conocimiento, existe menos disposición para estudiar y comprender. Por eso la indignación se mide en “likes”, las verdades se reducen a consignas y la lectura —ese viejo hábito de adquirir conocimiento y aprender a pensar con calma— está pasada de moda.

Es claro que la civilización occidental se construyó sobre la lectura, y su cultura, persiguiendo la idea de libertad. No nació por generación espontánea, y mucho menos de un algoritmo, sino del pensamiento crítico, de las ideas debatidas, de la capacidad de disentir sin destruir al otro. Hoy ese legado está en riesgo. No por fenómenos externos, sino por decisiones individuales: el desinterés por la razón, el desprecio por el rigor del estudio y la pereza intelectual que alimenta al populismo.

Leer, en este contexto, además de ser un bálsamo para la mente y una terapia contra la angustia y la depresión, es una forma de defensa personal. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, explicó que los regímenes autoritarios prosperan cuando el ciudadano renuncia a pensar.

Ortega y Gasset, en 'La rebelión de las masas', anticipó otro fenómeno que hoy padecemos: el ascenso del “hombre-masa”, convencido de que su opinión vale lo mismo que el conocimiento. Allí también expone el desprecio de ese hombre-masa por la cultura, el mérito y la reflexión.

Cuando la verdad se convierte en propiedad de los bandos, la sociedad abierta se cierra sobre sí misma. Y Hayek, en Camino de servidumbre, nos recordó que el control estatal total —aunque se disfrace de justicia social— termina siempre sofocando la libertad individual y la prosperidad colectiva.

Los invito a leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), ese documento fundacional que consagra la libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia. Es la lectura mínima para recordar que los derechos no son eternos: dependen de ciudadanos que sepan por qué existen y cómo se defienden.

Hoy, sin embargo, el ruido domina. Abundan las pantallas, faltan los libros. Sobra información y escasea comprensión. Hemos reemplazado la conversación por el meme, el argumento ilustrado por el insulto y el pensamiento analítico por la emoción con rabia. Así, los principios que sostienen al sistema democrático y desarrollista —la libertad, la responsabilidad y la confianza— se diluyen entre la grosería, la amenaza y el eslogan.

Leer, por tanto, es una forma de mantener viva la civilización. Es el gesto más subversivo que queda en tiempos de manipulación masiva. Porque cada página leída es una vacuna contra el fanatismo; cada idea comprendida, una defensa frente a la mentira; y cada libro abierto, un recordatorio de que la libertad y el progreso no se heredan: se cultivan.

Cuando la civilización se tambalea, los verdaderos resistentes no gritan ni tuitean: leen, estudian, argumentan y muestran caminos. Y desde ahí, cargados de pensamiento, reconstruyen los valores, la ética y la confianza… los cimientos de lo que somos.

Artículo publicado originalmente en La República


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